domingo, 31 de agosto de 2008

Desde la sexta planta


Desde la sexta planta de un piso bastante desordenado, espacialmente hablando, he contemplado como andabas, a paso seguro y ligero, de camino a ninguna parte. Me he sentado en la terraza con mi vaso de café, cargado de hielos, en la mano y he cerrado los ojos.
Cierto es que nunca he tenido los sentidos muy desarrollados, pero al verme desprovista de mi visión inevitablemente mi audición ha experimentado un serio desarrollo. Se ha deleitado con los golpes de un partido de tenis que se desarrollaba a escasos metros. Dos jóvenes, que apenas sobrepasan la mayoría de edad, golpean incansablemente la pelota, bajo un sol abrasador que les hace sudar de una forma que casi podría calificarse de sobrenatural. Centro un poco más mis oídos hacia esa porción de mi adorada contaminación acústica e imagino lo que está ocurriendo. En este mismo instante uno de los chicos, el que en mi mente lleva el bañador rojo, está golpeando la pelota amarilla, para mandarla directamente a la zona opuesta de donde se localiza su contrincante.
El otro muchacho, el del bañador azul marino, corre incansablemente y consigue devolverla con un golpe que acompaña con todo el cuerpo, mientras su flequillo flota en un vaivén y le cae sobre la frente provocando en él un gesto de desagrado.
Desplazo unos metros mi oído y me detengo en una piscina. Los gritos de los niños que saltan desde el bordillo de me antojan insoportables. Algún grupo de amigos jugando a las cartas parejas tomando el sol y algún que otro ermitaño leyendo a la sobra en una esquina perdida, completan mi imagen virtual de ese nuevo espacio.
Al fondo del todo está la playa. Hoy el mar esta agitado, tanto como mi temperamento, o quizás un poco menos. Me recreo escuchando como cada una de las olas rompen con furia en la orilla, con la misma furia con la que rompo yo hoy con todo. No hay casi nadie sentado en la arena, porque el mar agitado y el fuerte viento que describen este día, no invitan a disfrutar de alguna que otra hora de playa.
Y poco más hay ya en este paisaje auditivo que me llame la atención. Solo ese paseo con palmeras en el centro, por el que tú vas caminando. Oigo tus pisadas por encima de todo lo demás y te odio un poco más por cada una de ellas. Ya estoy cansada, definitivamente decido abrir los ojos y contemplo mi análisis del pedazo de vida que me rodea, mientras yo desde la altura de mi sexto piso vuelvo a poner en marcha el tiempo que deje detenido el día en el que decidiste marcharte.

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