domingo, 25 de julio de 2010

Un abismo sin vértigo.

Esa luz al final del túnel. Ir y volver. Ir y volver. Ir y volver. Un continuo y monótono martilleo. Algo que debían ser ruidos del exterior zumbaban en mis oídos. Como un grito sin voz. Vacío, hueco. Sonido sin sonido. Luces girando y dándome en la cara. Sin herirme, porque yo ya no sentía nada. Me cubrían y se iban, y venían y se volvían a ir. Olas de playa. Serenas, repetidas, continuas. Infinitas.

No se cómo ocurrió el accidente. Sólo sentí un cataclismo que me desmoronó. Luego el vacío. Un vacío hueco, como el del sueño, pero sin ese arropamiento cálido de los sueños. Luego otro shock. Abrir los ojos y ver sin sentir.

Una vocecita aguda, minúscula, se colaba por entre la nulidad de mi oído. Alguien pedía auxilio, o por lo menos gritaba, pero a mi cuerpo le daba igual, ya no reaccionaba ante ningún estímulo.

Una ráfaga de aire me peinó. Un soplo relleno de adrenalina. Las luces infinitas se definieron. El naranja de las sirenas se unió a su sonido incesante y de repente mi cuerpo cogió todo su peso. Quien lloraba era mi hija. Apenas la veía, pero daba igual. Cómo sufría. No se daba cuenta de que toda esa sangre en mi cabeza y esa columna contrahecha ya no dolían. Me subieron en la camilla y la vi por última vez.

Las lágrimas y la rabia cubrían el tapiz de sus ojos. Las retiré de un manotazo. No quería quedarme con esa última visión de lo que era el talismán de mi vida. Esos ojos me habían dado luz en los momentos de oscuridad. Eran los faros que me dirigían cuando todo alrededor fallaba y lo único que me hacía reír cuando mi alma dolía. Fueron los que me enseñaron, cuando apenas contaban con meses, que la máxima pureza existe. Aquellos negros cristales, reflejo de mi vida, ahora me decían adiós, y tenían tanto miedo a que la despedida fuera definitiva...

Por eso fue por lo que supliqué.

Nunca he sabido lo que había allí arriba, ni quien me esperaba cuando todo esto acabara, pero nada de eso importaba. Supliqué, rogué que esa mirada no sufriera nunca la soledad de sentirse huérfana. Los últimos latidos de mi corazón pedían, pedían, pedían.

Ella no sabe que vivo aquí. Mi súplica fue atendida y, en el momento en que perdí mi cuerpo, sus ojos me dejaron un lugar para instalarme.

Cada vez que veo el nacimiento de una lágrima le recuerdo su canción de cuna. Ya está más serena. El dolor no le atenaza el corazón y al menos, la deja respirar.

Últimamente llora menos y canta más.

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